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Rigoletto o cómo es ser mujer en este mundo

Experiencia
rigoletto

Cuando una ópera funciona en lo musical —como lo hizo el elenco, el coro y la orquesta bajo la batuta de Roberto Rizzi-Brignoli en el Rigoletto del Teatro Municipal de Santiago— se puede observar con más detención la puesta en escena. Y qué acierto fue convocar para esto a tres mujeres, Christine Hucke, Rebekka Dornhege y Constanza Meza-Lopehandía.

En simple, Rigoletto trata sobre un mujeriego que ha conquistado a una joven, cuyo padre quiere protegerla de todo lo que rodea a ese hombre. O, vista de otra forma, es la historia de una mujer cuyo destino es manejado por hombres y esta última es la mirada que toma el equipo de Hucke. “Manejar” significa, según la RAE, “usar algo con las manos” y precisamente son manos las que nos recuerdan por qué Gilda vive lo que vive, como un símbolo del contexto patriarcal en que se desenvuelve la obra.

La escenografía y el vestuario profundizan este contexto. La casa del duque es amplia y fría; la de Gilda es una burbuja pequeña y acogedora. Es allí donde el padre expone sus miedos y donde los cortesanos secuestran a Gilda, quien desaparece bajo las sombras de sus manos. El vestuario del mundo duque es negro y dorado; el de Gilda es blanco y ocre, de materiales orgánicos. Pero luego del rapto, Gilda reaparece con un vestido dorado, acaso un símbolo de que la vida de la joven ha sido desviada.

Y si las circunstancias se mantienen, los personajes bajo la mirada de Hucke no son unívocos, sino tan matizados —o contradictorios— como lo somos las personas. Vemos al duque “a lo macho”, pero con Gilda parece genuinamente enamorado o al menos deja la duda. Y ella no es solo una niña inocente sino una mujer que parece plenamente consciente y dueña de sus decisiones a pesar del “manejo”.

Rigoletto se estrenó hace 172 años y, si bien las cosas han cambiado, el contexto sigue aquí. Este Rigoletto dolió, no sólo porque el libreto y la música construyen el drama magistralmente, sino porque la lectura femenina —o feminista— fue un espejo de cómo es ser mujer en este mundo. Y lo hizo sutilmente, dejando a los espectadores la posibilidad —o la voluntad— de ver o no ese reflejo.

Fidelia

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